¿Qué espera uno de Benidorm en temporada baja? Quizá aquello pudiera ser una bacanal, o a lo mejor era un oasis paradisiaco. Intenté ir sin expectativas ni ideas preconcebidas, relativamente abierto a todo aquello que pudiera suceder, como un verdadero periodista gonzo.

El razonamiento que me llevó a Benidorm a asistir a las clasificaciones españolas al festival de Eurovisión todavía está algo difuso hoy, un día después de haber regresado, y con la victoria de Blanca Paloma copando todas las portadas. Por una parte, no me apetecía demasiado quedarme sólo en casa; por otra, el observador pasivo en mí quería tener la oportunidad de presenciar la locura ya no solo del eurofan promedio, si no del guiri de Febrero, que tenía que ser un espécimen curioso. Y, en última instancia, una labor de scouting por motivos que no vienen al caso, me compelía a subirme al carro. Total, setenta euros tuvieron la culpa.

¿Qué espera uno de Benidorm en temporada baja? Quizá aquello pudiera ser una bacanal constante, en la que da igual la época del año que ingleses en diversos estados de descomposición orinan a placer por donde pasen. O a lo mejor era un oasis paradisiaco, disfrutando sus últimos momentos de quietud antes de que llegue la marabunta. Intenté ir sin expectativas ni ideas preconcebidas, relativamente abierto a todo aquello que pudiera suceder, como un verdadero periodista gonzo.

Al final yo era el "más uno", porque el resto de personas que conformaban lo que se puede llamar mi "grupo" son, quién más y quién menos, euromaníacas de alto rango, de las de ver la preselección de Estonia y ser capaces de hablar sobre cada minucioso detalle de los dieciocho participantes que tendríamos el placer de presenciar durante horas y horas. Se imprimieron camisetas ad hoc, se reservó el alojamiento con meses y meses de antelación, antes de que se anunciara siquiera quien iba a cantar, se creó una exhaustiva playlist para repasar los temas e ir con el trabajo bien hecho antes de la gala, se mantuvo el ojo avizor para cualquier noticia proveniente de los ensayos... No se puede acusar a nadie de no tomárselo en serio, aunque tampoco se puede decir que el entusiasmo se me contagiara de una manera equiparable. Uno aguanta hasta donde puede.

Tras un tranquilo viaje en coche aparecimos en Benidorm el jueves de la segunda semifinal. La ciudad alicantina se exhibió en su máximo esplendor: las gaviotas allá campaban a sus anchas, por una playa semi-desierta más allá de los más atrevidos jubilados, que pese a la baja temperatura tomaban el sol a pecho descubierto. El extranjero en Benidorm tiene una constitución diferente, tal vez moldeada por largos y oscuros inviernos en otros latitudes, y en cuanto ve un rayo de sol saca los cuernos cual caracol alcoholizado. A caballo de sus corceles, en este caso scooters de movilidad, se sienten invencibles. Allí, éramos nosotros los forasteros.

Se hizo toda la vida que se pudo por las calles, porque un apartamento con un baño para seis acaba convirtiéndose en claustrofóbico a la fuerza. Nos dio cobijo un restaurante a pie de playa, uno de los menos brit-friendly de por allí, fundado como rezaba su menú con una solemnidad confusa (en Arial 48 sobre un fondo naranja mate) por un ex-seleccionador de fútbol/aviador republicano que escogió Benidorm como lugar perfecto donde establecer sus negocios. Fue allí donde los primeros rumores sobre puestas en escena, realización y directos comenzaron a aflorar. El camarero escuchó cuál era el motivo de nuestra presencia en Benidorm y nos pidió que tuviéramos mucho cuidado.

El eurofan sobreestima la importancia de su hobby, como supongo que hace todo el mundo con sus cosas. Antes de llegar, cundió el pánico de si tendríamos siquiera donde sentarnos para comer sin haber reservado previamente. El hecho de que el recinto del festival, el Palacio de Deportes de Benidorm, no albergara más de 1000-2000 personas (más algún periodista y trabajadores de TVE), una cifra nimia comparada con las aglomeraciones estivales, no hacía nada por sofocar los temores, por algún motivo. La realidad, como suele pasar, era otra: aquello, y más entre semana, estaba prácticamente muerto.

Y mejor para todos, la verdad, aunque se convirtió en un pelín preocupante cuando, ya haciendo cola para entrar al pabellón, esa aridez se había propagado también a los asistentes. Como comentó alguien por allí, "cuando suena Mónica Naranjo y los gays no bailan, es que algo raro pasa". Se podría achacar a la fría noche benidormense, o a la confusa cola de Moebius a la que nos habíamos sumado (tenía dos afluentes que eventualmente convergieron, por suerte no hubo que lamentar víctimas en lo que podía haber sido una situación de riesgo extremo). Los abanicos de cartulina con la bandera de la Unión Europea que nos dieron apenas se agitaron, en parte quizá a que no eran necesarios, aunque más tarde podrían ver otros usos en provocar a los ingleses post-Brexit que por allí vagaran.

El ambiente no era espectacular, pero entrar a la pista y ver el despliegue de medios, con sus luces, su silver room, sus cámaras grúa, aquello que habíamos visto por la tele un par días antes, sí que sobrecogía. No le faltaba ni un ápice de realismo para sentir que estaba uno en un gran concierto: hubo quien tuvo la feliz idea de fumarse un canutillo, ante la sorpresa de la gente circundante y del regidor, que bromeó sobre el tema mientras intentaba hallar al culpable con olfato de perro policía.

A estas alturas, lo que sucedió en las actuaciones es lo de menos, pero Karmento y su cercanía, con lanzamiento de naranja incluída, fue lo que brilló más en ese foso, más allá del disfrute generalizado con el estribillo de "Nochentera", de Vicco, que sigue siendo lo más pegadizo del fin de semana. Blanca Paloma jugaba en otra liga por completo, lo que se tradujo en que la actuación en directo resultara un poco más difícil de seguir y que estuviéramos forzados a girar la cabeza en busca de un monitor lejano que nos permitiera ver la realización, que era prácticamente de videoclip. El corazón del público, aunque era de Karmento, sabía que había que poner todas las fichas en el blanco de "Eaea". El resto osciló entre lo soporífero (José Otero, pobrecico), lo anfetamínico (Rakky Ripper, a quien yo rendía homenaje con mi camiseta encargada, siendo la única artista con ese honor en no pasar a las finales), lo salvaje (Famous parecía un poco un stripper, y la gente no se quejó), lo amateur (E'Femme), lo pedante (Alfred y su estética retro sesentera que incluía a un señor de 90 años y un coche que se movía a patadones) y lo efervescente (Siderland se disfrutó, incluso pese a que la primera mitad de la actuación transcurría con ellos dentro de una caja verde). Pero la conclusión era clara: aquello iba a ser una carrera entre dos galgos: Agoney y Blanca Paloma. Y el respetable ya había elegido con quién iba.

Benidorm empezaba a embelesarme. Sabía que en el mes de agosto debería ser un vertedero humano, pero algo en mi ADN me hace tener una querencia inexplicable a los paseos marítimos, y este era infinito. Kilómetros y kilómetros de chiringuitos, restaurantes playeros, hoteles colosales, tiendas de souvenirs, solo interrumpidos en el medio por un pequeño peñón. De hecho solo tuve el placer de visitar una mitad de Benidorm, la de Levante, que de hecho es la más pequeña. ¿Podré vivir sin saber lo que estoy perdiéndome? Nacía en mí el deseo de dejarlo todo y vivir allí 9 meses al año, alquilando mi vivienda el resto. Cómo si no podía empaparme de cada palmo de sus galerías comerciales, sus pubs, sus bloques de apartamentos. Estas ansias no fueron bien recibidas por quien querría que se viniera conmigo, que esa noche tuvo un sueño sobre tener un embarazo del que yo huía. Todo como muy simbólico.

Y es que aquello era un espejismo. Viendo luego en YouTube la actuación de Famous, que a juzgar por lo que se vivió en el estadio no merecía esa injusta condena por el público, nos dimos cuenta que estaba llena de gallos, desentones y demás afrentas al sonido que su hipnótico meneo de cadera no pudo ocultar. Igual que el sevillano, el Benidorm de Febrero no se ajusta a la realidad. ¿Silencio y tranquilidad a la una de la madrugada? No podía ser cierto. Tocaba aceptar la frustración de esta diferencia, que tener el privilegio de disfrutar de ver el espectáculo significaba tener que renunciar a saber qué es lo que estaba llegando al resto de España, que poder deambular a nuestras anchas por la ciudad del pecado de la Costa Blanca era un regalo que no se podía replicar en otro mes, y que el verdadero Benidorm quedaba fuera de nuestro alcance.

El viernes fue la jornada de reflexión, lo cual significa que había que escuchar las actuaciones una y otra vez, dejando a mi pobre cabecita muy cerca del colapso. El plan era hincharnos a paella, cosa que sucedió (y sobró incluso para el día siguiente), hacer un número exasperante de fotos, y dejarnos caer por el balcón del mediterráneo a ver si veíamos a algún participante. Playa para arriba, playa para abajo, y yo como individuo sin influencia en los designios de un grupo de eurofans exaltados, pasaba de largo animados bares con saxofonistas y cantantes compitiendo por ver quien hacía más ruido, o una emocionante versión de "My Girl" en un sitio para gente más talludita. Tan cerca y a la vez tan lejos.

La iniciativa de ver a famosillos dio teóricamente sus frutos, porque nos cruzamos con E'Femme y, más tarde, con las Twin Melody en plena sesión de tiktoks playeros, pero nadie hizo ademán de pedir un autógrafo ni la hora ni nada parecido. Los esfuerzos se invirtieron en mencionar por Twitter a Karmento en un vídeo cantando su canción, porque las prioridades estaban claras. Twin Melody estaban a tiro de piedra; Karmento hasta hoy no ha reaccionado al tweet.

Nos acercamos a la plaza triangular, donde de noche se celebraría un esperpéntico concierto en el cual el plato fuerte serían Soraya Arnelas y el rumano del "hola mi bebebé". Poco halagüeño. Cuando llegamos, aún con el sol en lo alto, estaban haciendo las pruebas de sonido: un hombre canoso pedía que pusieran "Esta sí, esta no" de Chimo Bayo cada vez más alto, mientras hacía una notable imitación del héroe del bacalao. No fue hasta unas horas después que caímos en la cuenta de que ese señor tan animado era realmente Chimo Bayo. Es la segunda vez, y la más dolorosa, que me pasa algo similar.

El concierto nocturno fue una experiencia sin parangón: los expulsados de la competición aparecieron uno a uno para hacer playbacks cada vez más bochornosos, con el punto álgido siendo Sofía Martín estando tan contenta de estar en Benidorm que ni siquiera se acercaba el micrófono a la boca, en una escena que yo comparé con el final de Pequeña Miss Sunshine. Gonzalo Hermida, finalista del año pasado que no pudo actuar por el COVID y al que se le debía un baño de masas, hizo lo que pudo para agitar a un público totalmente indiferente a su personal estilo de cantautor cansino, pese a hacer una versión a guitarra y voz de "Slo Mo" que pasó sin pena ni gloria. Tras la aparición de Ronela, semifinalista albanesa en 2022 que uno hubiera podido confundir con Lady Gaga a juzgar por la reacción del gentío, la verdadera estrella fue Wrs, que en un español francamente perfecto nos deleitó con su "Llámame" casi a las primeras de cambio, para sucederlo con un "Bamboleo" de los Gipsy Kings que hoy día sigo sin creerme que haya presenciado. Como este hombre, un meme andante, puso esa voz ronca de gitano del Sacromonte y convirtió una cosa que podía haber sido ridícula o cuanto menos irrespetuosa en un momentazo es algo que debería ser anatómicamente, filosóficamente imposible. Pero lo hizo, y ganó un fan de por vida.

Sólo hubo una reacción mía más efusiva, y es cuando vi el cartel del show de "Sticky Vicky: The Legacy" en la vuelta a casa, por donde atravesamos las partes más escabrosas del Benidorm británico. Me habían hablado de ella con fervor, la mujer que se sacaba cosas del chumino hasta que, a sus 72 años, se vio obligada a retirarse y dejar el legado a su hija, que continúa usando su vagina como el bolsillo de Doraemon. Una leyenda de la noche benidormense que, por desgracia, no pude ver porque no tengo estómago para estas cosas, la verdad.

La cosa es que el Benidorm Fest había pasado por completo a un segundo plano, al menos para mí. En el resto de la ciudad, a medida que llegaban más turistas y eurofans, subió el volumen y crecieron las cábalas. ¿Quién se llevará el impredecible voto demoscópico? ¿Era Nina tan de Agoney que podía influenciar al resto del jurado a votar como ella quiera? ¿Actuará Chanel? Y lo más importante, ¿ganará Blanca Paloma o prenderemos fuego al estadio? Yo estaba más interesado en cómo podía instalar en casa un grifo de Ruso blanco, cóctel que no había probado antes pero que sabe a ambrosía pura, y qué acabé virtualmente desayunando el domingo después de haberme enamorado de él el sábado, en un alarde de promiscuidad. Tanto me gustó que casi me perdí cuando Alfred cruzó el paseo marítimo a escasos metros de mí, y ataviado únicamente con un albornoz. Cosas de estrella, supongo.

En la final, la fila con doble tirabuzón se sustituyó por el fiable "tonto el último", y nos agolpamos todos como las muñecas de Famosa mientras entrábamos al vomitorio. Con relativos nervios, vimos uno por uno a los candidatos, algunos con un bajón importante con respecto a la semi (Karmento fue un poquito cuadro, pero el objetivo era clasificarse y con eso nos quedamos todos contentos), y otros con un notable progreso (Alice Wonder fue la mayor beneficiada, aunque los votos luego dijeron lo contrario). El pabellón celebró como un gol cada varapalo a la propuesta de Agoney, que acabó quedando segundo tras la sensacional Blanca Paloma, que convirtió a muchos pichones con su nana lorquiana.

Una vez ya sentenciada comienzan las dudas: ¿se entenderá el flamenco en el resto de Europa? ¿podrá replicar la puesta en escena en un sitio diferente? ¿tiene alguna posibilidad de superar el tercer puesto de Chanel? Porque el eurofan es inconformista por naturaleza, y propenso a olvidarse de que hubiera arrasado con lo que hiciera falta si se hubiera impuesto Agoney.

El caso es que los deberes estaban hechos, y solo quedaba hacer una cosa para mimetizarnos con el entorno...

Se podría creer que un bingo a las 2 de la mañana en pleno Febrero parece el Kalahari, pero nada más lejos. Y no es que los asistentes vinieran precisamente de la colindante (y para entonces abarrotada de detritus, una de esas cosas que te hace perder la fe en la humanidad) plaza donde se había retransmitido el festival en pantalla gigante. La edad media seguía siendo aproximadamente la misma que en cualquier otra hora del día, y los octogenarios no abandonaban sus mesas a pesar de que trasnochar no podía ser bueno para su metabolismo. Allá que entramos después de dar todos nuestros datos personales y, diez minutos, veinte euros y una línea (dos si contamos una que se gritó cuando ya se había hecho una) cantada después, de allá que salimos. Una experiencia traumática que nos alejó forzosamente de la ludopatía ya para el resto de nuestras vidas, espero.

Fue una mañana siguiente sin resaca, como si no hubiera pasado nada. La fiebre eurovisiva se había marchado sin hacer ruido. Nuestra apuesta está ya sobre la mesa, solo queda rezar. Pero antes de que nos demos el batacazo, conviene pensar en las lecciones aprendidas en la capital del turismo alicantino. Lo que en directo puede ser un espectáculo asombroso, puede llegar a la tele como un sinsentido desafinado. Lo que en invierno es un paraíso inmensamente disfrutable, en verano puede ser el infierno en la Tierra. Lo que un eurofan monomaníaco considera universal, a la gente en casa le puede parecer un truño. Y lo que en España resulta una elección de calidad y de consenso, puede comerse los mocos en Eurovisión. Confiemos en que no sea así, pero si lo es, al menos acordémonos de Benidorm.