Hay un nuevo deporte, uno que si la cosa sigue así será el más practicado en el mundo visto el progresivo envejecimiento de los países aburridamente hegemónicos, y en el que nuestra Españita tiene todas las de convertirse en una potencia universal durante siglos: el walking football.

Corría el año 2005, durante una de nuestras más extrañas excursiones familiares, que nos llevó a un embalse perdido por alguna parte de Guadalajara con la excusa de que no sé quién había abierto un hotel rural que espero siga abierto y rebosante. Yo, en mi torpe preadolescencia, tenía unos andares cansinos, arrastrados, fatales para las suelas de cualquier zapato. Caminando a la vera de aquellas aguas, e intentando no levantar mucha polvareda, resolví avanzar de una forma más estilosa, en lo que en mi cabeza era el grácil paso de una gacela. Mi humillación vino cuando unos energúmenos posados sobre un promontorio, que espero hayan dado tiempo ha con sus huesos en Alcalá-Meco, vieron mi manera de deslizarme por la gravilla y me gritaron una palabra, nombre propio de hecho, que se me quedó grabado de por vida: "'¡PAQUILLO!".

Una amplia variedad de metalurgias ha demostrado que si hay algo que les españoles dominamos es el arte del trote cochinero, de andar deprisa o correr despacio, según se mire. Paquillo, y Chuso, Encarna Granados, Josep Marín, Valentí Massana, María Vasco, Mikel Odriozola, y les tremendes bicampeones de estos últimos mundiales en Budapest, Álvaro Martín y María Pérez, son la constatación de ese hecho, de esa grandeza a la que yo quería aspirar tal vez aquella mediatarde en la Mancha.

Y no sé si sois conscientes, pero la marcha atlética no es el único deporte que se nos da bien. Tal vez no hayáis oído los nombres de alguna de las figuras anteriores, pero sí los siguientes: Alexia Putellas, Aitana Bonmatí, Patri Guijarro, Mapi León, Alba Carmona, o Bryan Zaragoza. Mal que nos pese, el balompié va a levantar más pasiones que 20 o 35 kilómetros de gente moviéndose como si estuviera en rehabilitación de un accidente, por tenso que sea el estar pendiente de si alguien levanta el pie un milímetro del suelo durante hora y media.

Pues bien, sentadas esas bases, tengo un anuncio que daros: hay un nuevo deporte, uno que si la cosa sigue así será el más practicado en el mundo visto el progresivo envejecimiento de los países aburridamente hegemónicos, y en el que nuestra Españita tiene todas las de convertirse en una potencia universal durante, y no exagero, siglos: el walking football.

Investigaciones de la Universidad de Machachuches ya dieron con un teorema que afirma que a partir de los 40, todo partido de fútbol se convierte, impepinablemente, en "walking football"; nuestro rico castellano dio en llamarlo "pachanga" ya hace unas cuantas generaciones. No es necesaria barriguita de la felicidad, sin embargo, para practicar esta variante más inclusiva: se podría decir que si en un equipo no llevan todes la misma camiseta, se entra ya en el ámbito del amateurismo y el cardio suavecito. Es más, Leo Messi ya demostró que se puede jugar 90 minutos sin pasarse al galope ni por un momento y ganar un Mundial; Juan Carlos Valerón ya llevó esa tesis a su máxima expresión en el mediocentro del Deportivo de la Coruña.

Ahora mismo, hay que admitir, si bien es una disciplina en auge (en España su capital es la malagueña ciudad de Benalmádena, un reducto habitual de jubiletas britániques con piel de gamba: las crónicas post-partido no hablan de Manolo, Paco y Pepe, si no de Colin, Nigel y Keith), el foco está muy puesto en la tercera edad, tomando el formato de las competiciones juveniles solo que por el otro lado del espectro humano: over 50, over 60, incluso over 70 si se tiene un excedente de paletas de reanimación cardiorrespiratoria en el estadio. Los riesgos, en cualquier caso, vienen limitados por las reglas específicas a esta variante: campos pequeños, como de futbito; nada de patear la pelota muy alto para no tener que saltar, ni de tirarse al suelo a robar un balón para no partirle el cruzado a nadie, y por supuesto, nada de correr.

Como persona curiosa, que por ello se me conoce, no he encontrado manera de resistirme a la tentación, y he tenido que probarlo. Quería volver a enamorarme del fútbol, del hormigón que algunos días me vio hacer regates inusitados, pegar voleones a la escuadra, y si se terciaba, convertirme en un portero imbatible (una mezcla entre Richard Dutruel y una farola, me decían). La Costa del Sol no me pilla especialmente lejos, así que una sagaz excusa me permitió plantarme en aquel polideportivo sin más equipamiento que una camiseta bastante desfasada del Celtic de Glasgow, que me haría mimetizarme con mi entorno, o eso pensaba yo, porque cuando un afable y sonrosado cincuentón me recibió, emitiendo sonidos que parecían sacados del Necronomicón, me di cuenta de que no llevaba lo suficientemente practicado mi acento norteño, tan glotal. Pero sin dejarme llevar por la negatividad, y pensando "si Mel Gibson pudo sacarlo adelante, yo también", de mi boca salieron caracteres impronunciables, que para mi sorpresa fueron acogidos con jovial (y quizá etílica) alegría por aquel hombre, que se presentó como Rory: en ese momento descubrí, como hiciera Eduardo el Zanquilargo mucho antes que yo, que ser escocés es 95% actitud.

Rory, que supuse era el utillero, me hizo entrega de un peto naranja fosforito, y me invitó a pasar, sin juzgar (al menos que yo entendiera) negativamente mi corta edad en comparación a la del resto de jugadores de aquel día. Hice ademán de calentar ligeramente, darme alguna vuelta por el verde artificial, pero ninguno de mis compañeros parecía moverse mucho: charlaban en el círculo central, no sé si echando a suertes quién iba a recibir el saque. Antes de que me diera tiempo a recorrer la mitad de la línea de banda, una voz penetrante me detuvo: "C'mere lad!". Tardé un par de segundos en descifrarlo, pero acudí a la llamada. Estaba claro que ellos jugaban al fútbol en frío, y bebían las pintas calientes.

Mi capitán, Phil, un hombre recio que además era el único que llevaba espinilleras, más para amenazar que como protección, me echó una ojeada de arriba abajo y dio en colocarme como interior izquierdo, sin mediar más palabra conmigo. No es una posición que me es ajena, y pensándolo tácticamente, en un formato donde se penaliza el centro al área en el mismo reglamento, jugar a pierna cambiada podía ser algo ventajoso, así que no puse muchas pegas. Allí yo era el intruso, el joven y el nativo, así que llamar mucho la atención no parecía una idea muy cabal.

Di por hecho, egoístamente, que mi físico algo más apolíneo (tampoco nos pasemos) podía convertirme en un objetivo, pero no fue así: es una de las muchas contradicciones del walking football. Todo lo contrario: cuanto más mayor se es, más peligro se causa al rival. El matusalén mayor del partido era (de nuevo un acierto estratégico) el ariete del equipo contrario, un septuagenario de altura imponente al que todo el mundo se refería como Pez, por alguna convención lingüística que me es ajena. Dos circunstancias confluían para convertirlo en candidato al MVP: todo el mundo tenía reparos en meterle el pie al vejestorio, y por su veteranía se le daba pábulo a su constante quebranto de la normativa.

El abuelete corría: no era un correr ágil, lustroso, de sprinter jamaicano, si no más bien el de uno que se da cuenta de que se había abierto el semáforo del paso de cebra cuando ya estaba en ámbar. La primera vez que aceleró el ritmo para evitar que la bola se convirtiera en un saque de puerta en su contra reprimí el impulso de contrariarlo, y simplemente me giré hacia Phil con cara de consternación; él simplemente se encogió de hombros, y más tarde me contó que en el partido inaugural alguien había plantado cara a su insolencia y había recibido, por sus molestias, un cabezazo en el esternón. Hice bien pues en mostrarme comedido.

Como no resultará chocante, Pez era además el primero en echarse las manos a su colorada cabeza cada vez que se producía el más mínimo desliz desde nuestras filas. El primer gol que encajamos se produjo en la repetición de un penalti que en primera instancia había detenido solventemente nuestro guardameta. Ya con el balón atrapado bajo su pecho, Pez se acercó de nuevo al punto de la pena máxima chasqueando la lengua, sin necesidad de indicar cuál había sido exactamente la violación. ¿Estaba el portero adelantado? ¿Había entrado alguien en el área antes de tiempo? Nadie más lo observó, pero no se dijo ni mu.

Pez pronto me tuvo entre ceja y ceja: en los primeros cinco minutos ya me había acusado de haber corrido y hasta me pitó un fuera de juego, infracción que ni siquiera existe en el walking football. Yo me vengo fácilmente arriba ante las adversidades, y he de reconocer que me puse hasta un poco gallito. Di la asistencia del empate, un disparo cruzado y bien ajustado junto al palo de un hombre cuyo nombre no recuerdo, porque la verdad es que el inglés geriátrico adopta más o menos siempre la misma apariencia a cierta edad y es casi imposible distinguir a unos de otros. Antes de terminar la primera mitad, yo mismo anoté con un tiro ciertamente inofensivo en cualquier otra situación pero ante el que su cancerbero reaccionó como si hubiera venido de un tanque Sherman.

Con la tranquilidad del marcador, me tomé la segunda parte con otra filosofía, y empecé a provocar a Pez. Recibía el esférico y lo movía lentamente, fingiendo un lumbago inexistente, para jugar con su cabeza, recordarle que por muchos inventos que se le ocurrieran a su generación, el fútbol seguía siendo cosa de jóvenes. Exageré cada movimiento como si me llevara la vida hacerlo, terminando cada intervención con jadeos teatrales, doblado hacia el suelo, antes de ubicar a mi némesis con la mirada y guiñarle el ojo. Él estaba furibundo. 

Su respuesta fue, casualmente, la opuesta. Se olvidó de cualquier pretensión de inocencia y empezó a cabalgar por mi banda, a toda la velocidad que le permitía su huesudo cuerpo. Yo no entré al trapo, y le dejé pasar cada vez, contemplando como inevitablemente las piernas le fallaban en el último momento y el balón se le escapaba. Él blasfemaba y yo le sonreía: "next time, next time". Su única respuesta era fruncir el ceño y andar hacia atrás con la delicadeza de un tractor cosechadora. 

El partido había quedado en un muy segundo plano: los otros doce futboleros estaban ocupados divirtiéndose con nuestro pique, quizá malentendiendo lo serio del asunto, al menos en lo que a Pez se refería. Sus insultos al santoral se hacían más virulentos con cada fallo, ascendiendo escalafones en la jerarquía eclesiástica. El cronómetro seguía y seguía y la victoria se les iba escapando, pero no soy elegante en el triunfo. Al contrario, yo también iba incrementando mi regodeo, a veces deambulando con la pelota en busca de Pez, aunque estuviera en la otra punta del terreno de juego, para tirarle un caño: presumiría de tener una efectividad bastante alta, si no fuera porque el hombre a sus años iba ya un poco chueco y colársela entre las piernas no entrañaba mucha dificultad. Phil me pidió sosiego al tiempo que se partía de risa, y supe leer entre líneas que mi deplorable conducta con el anciano era, en realidad, la que el resto había deseado tener con él desde hacía ya algún tiempo. Una que lo llevara al límite y condujera a que, con un poco de suerte, decidiera no volver a apuntarse a jugar ningún otro fin de semana.

Cuando la ambulancia llegó, ya era demasiado tarde.

Era ya el tiempo de descuento (casualmente sólo había descuento cuando el equipo de Pez iba perdiendo), y Pez lanzó lo que en la NFL llaman un "hail mary": un ir con todo, cueste lo que cueste, para dar la vuelta al resultado. Pidió el balón a gritos, echando espumarajos por la boca, y cuando lo obtuvo se lanzó al ataque al estilo de Atila el Huno. Pedacitos de goma del césped saltaban a su paso, como escombros tras la explosión de un misil, mientras Pez se abalanzaba, sin oposición, hacia la portería. Yo rehusé interponerme, no sólo por mi propia salud si no también por el exiguo residuo de misericordia que aún me quedaba: me limité a observar como el hombre ―aquel hombre que había visto ganar una copa del Mundo a Charlton; convivido con el IRA, con las Malvinas y, lo que es peor, con Maggie Thatcher; que podría haber estado en Heysel o en Hillsborough― se enfrentaba cara a cara no contra nuestro portero, que esperaba el fin de la acción sentado junto al poste como el que espera un Cercanías, sino contra su propio destino. 

Bajo palos, vio a alguien a quien no veía desde hace muchos años.

― It's time.

Dimos por válido el gol, aunque la bola ni siquiera estuvo cerca de entrar en la meta: se quedó, exánime como su portador, a dos o tres metros. Pero el marcador rezó al final un equitativo 2-2, ajeno a la realidad de la regla: al final, es lo que Pez hubiera querido.