Digamos que hoy voy a contar una historia, una sobre unas fronteras arbitrariamente definidas y de cómo han representado un núcleo de conflicto religioso durante siglos. Con esa premisa, cualquier persona pensará en Israel. Y sí, efectivamente, pero no del modo en el que imaginas.



Digamos que hoy voy a contar una historia, una sobre unas fronteras arbitrariamente definidas y de cómo han representado un núcleo de conflicto religioso durante siglos. Con esa premisa, cualquier persona con una mediana consciencia del mundo en el que vivimos pensará "Israel". Y sí, efectivamente, pero no del modo en el que imaginas. Porque antes de que Delfín hasta el fin hiciera bueno a Netanyahu, mucho antes, un hervidero de tensiones que ya estaba más que pasado de cocción terminó por reventar de una vez por todas.

Vayamos al principio. Al Gólgota, mismamente. Allí, Jesucristo y dos ladrones de bondad divergente fueron crucificados por molestar, pero sólo uno de ellos reapareció a los pocos días para continuar con la parranda un poquillo más, que le había sabido a poco. El mensaje de unidad, de perdón, y de amor de la segunda persona de la Santísima Trinidad, pese a la prórroga, no terminó de cuajar por lo que fuere. Unos lo interpretaron de una manera, otros sentían más filiación con un apóstol que por aquel de allí, y algunos incluso diseñaron escisiones a su manera para poder casarse con más de una, por separado o a la vez. El caso es que todos estos subconjuntos de la Cristiandad no se han llevado, históricamente, muy bien entre sí, pero por avatares del destino han tenido que convivir mal que bien.

Y es que el problema es que el Mesías, con todas sus virtudes, no era tampoco una persona con mucho mundo, al menos geográficamente hablando: pació más o menos siempre por el mismo sitio, y todos los sacrísimos lugares que gozaron de su presencia en algún momento están a tiro de piedra. Así que los seguidores de las muchas fes que surgieron a raíz de su muerte y resurrección, y algunas otras que tampoco lo ven como la repanocha pero sí como un señor a tener en cuenta, más o menos, se ven obligado a compartir destinos de peregrinación, y no hay ninguno tan santo como Jerusalén.

Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta, que dice la canción, sobre todo en lo que a densidad de edificios religiosos se refiere. Lo que no hay, sin embargo, como la quinta gran ciudad de Asia en horas de sol al año, es sombrita para refrescarse. Esto será relevante en un rato. La cosa es que los cabecillas de las diversas comunidades religiosas que han hecho de Jerusalén base de operaciones llevan disputándose el trono de algunas iglesias particularmente sagradas, de esas que todo el mundo quiere para sí. Quién no iba a querer reclamar la Iglesia de la Natividad, supuesto emplazamiento del OG de todos los belenes, o incluso la crípticamente llamada Iglesia de la Gruta de la Leche, donde se dice que la Virgen derramó una gota de dicho líquido, demostrando de una vez por todas que el listón de santidad de estos lugares tampoco se ha puesto extremadamente alto. Pero ninguna santuario despierta tantas emocionas como la Iglesia del Santo Sepulcro.

Lleva casi 2000 años, demolición arriba, demolición abajo, en pie, y estando ubicada en el mismísimo monte del Calvario no es de extrañar que el metro cuadrado esté allí más cotizado que en el resto de la capital israelí. Allí han sembrado raíces los católicos romanos, los griegos ortodoxos, los armenios ortodoxos, los coptos, los siríacos y los etíopes. Un arcoíris monoteísta con ciertas tendencias fratricidas que se ponen de manifiesto más a menudo de lo que quizás el propio Jesús hubiera deseado.

En algún momento del siglo XVIII, un monje hasta ahora de lealtad desconocida colocó una escalera de mano en una cornisa del segundo piso de la iglesia. Las aviesas intenciones de ese acto también nos son ignotas, pero lo precario de la posición del artefacto así como lo inaccesible de ese punto nos hace pensar que era alguien muy pero que muy malvado, o quizás simplemente un albañil bastante ajeno a dos milenios de disputas.

Me imagino a los patriarcas, en sus inquietos cónclaves en los que trataban los delicados temas de la convivencia, mirándose unos a otros con ojos de sospecha, intentando que alguien reconociera con un gesto haber perpetrado la canallada o albergar en sus filas al astuto maleante que lo hizo. Pero tras siglos de incertidumbre, se terminó por llegar a un inerte status quo, una guerra fría cuyo despliegue total dependía literalmente del aguante de un par de pedruscos milenarios. Mientras nadie tocara la escalerilla, por miedo a levantar el odio de quienquiera que la hubiera colocado ahí, la gélida normalidad podía seguir su curso.

El peliagudo alto el fuego pudo estallar en mil pedazos cuando un turista bastante imbécil o, siendo muy benevolentes, poco informado, no me preguntéis cómo pero la arrebató de su saliente y la escondió detrás de un altar. Me cuesta ser duro con ese gamberrete, porque todo pudo haber sido un enorme malentendido: una vez, cuando era niño, y mientras jugaba al tesoro con los monitores de un hotel, casi me expulsan del establecimiento por echar mano de la cartera de un socorrista, pensando que podría haber una pista ahí dentro en mi infinita inocencia. Quizá lo mismo sucediera en ese caso, que tras años de pudrir la mente con películas de Nicolas Cage buscando cosas, uno empieza a ver patrones en todas partes, señales donde no las hay, misterios de los que formar parte en cada rincón de una ciudad tan polvorienta como Jerusalén. Pero lo más probable es que ese energúmeno fuera idiota, sin más.

Pero ese suceso puso fin a la calma chicha que había imperado durante generaciones. Al transcurrir sin repercusión alguna, y darse cuenta de que esa escalera pudo desaparecer durante semanas sin que ello desembocara en una gresca bíblica, los monjes residentes comenzaron a derrochar laxitud en sus quehaceres. Primero un griego usó el baño de los etíopes un momentito, que tenía que lavarse las manos. Luego un siríaco apareció por el comedor católico, que se había acabado el fattoush en el suyo y le apetecían unos pretzels. Y al final ya hasta los coptos rezaban los maitines en la capilla griega que les pillaba más de paso para luego irse a sus habitaciones a meditar.

El equilibrio se desquebrajaba, y cualquier ficha de dominó podía ser responsable de una escabechina fea, fea.

Dicha ficha fue el Sol, el astro rey, nuestra estrella madre. 

Durante años, en los techos de la Iglesia, a la entrada de un monasterio, siempre hubo una silla que debía ocupar un monje copto. Ese asiento tenía el único cometido de actuar como si fuera una bandera en el Everest: reclamar un territorio que se disputaban coptos y etíopes. Allí sentado, en la frontera, el monje vigilaba que los etíopes no trataban de mover las lindes ni un milímetro, ni se atrevían a realizar una incursión hacia sus dominios. Sin embargo, cuando esa estratagema fue planeada, nadie contaría con que años de cambio climático sumados a los ya de por sí insoportables veranos israelíes, convertirían ese tejado en una parrilla gigantesca, un solarium capaz de evaporar a cualquiera que pasaba más de cinco minutos allí.

En 2002, un monje llamado Abdel Mallek fue el elegido para velar por las premisas del monasterio copto. Pero hasta los hombres de Dios corren peligro de insolación, y el bueno de Abdel decidió correr su silla unos metros, para posicionarse bajo la sombra de un naranjo, que corre más fresquito. Esto no gustó a los etíopes, que llamaron a la pasma de inmediato. Atónitos éstos, y ante las quejas de Abdel que, listo como un zorro, alegó estar malito y debilucho, propusieron la muy razonable idea de intermediar en el conflicto: Abdel podía estar unos minutos cada día debajo del árbol, bajo supervisión policial, y luego volverse a su lugar habitual. Una sugerencia válida, si acaso quizá un mal uso de los recursos de las fuerzas de seguridad israelíes, pero conociendo la alternativa, casi que mejor.

La iglesia etíope elevó la materia al Ministerio de Seguridad Pública, nada menos, y las altas esferas estaban en trámites de resolver la contienda cuando, cuentan fuentes de fiabilidad volátil, "una monja etíope intentó tocar a un fraile copto". Nadie se pone de acuerdo si el tocamiento fue agresivo, sexual, o "aparta que no veo" (he leído la palabra "pellizco" para describir lo sucedido, lo cuál es ridículo y genial) pero los egipcios se pusieron sin más dilación a lapidar a los etíopes, a pedrada limpia, y mira que otra cosa no pero en Jerusalén las piedras son gordas y viejas, que son las que más duelen.

Siete monjes etíopes y cuatro coptos fueron hospitalizados, y nadie quedó contento. Las medidas sugeridas por la policía finalmente se llevaron a cabo, y Abdel pudo sentarse tranquilamente custodiado por un señor con una Mini-Uzi. Desde entonces, es probable que las trifulcas hayan sido una constante, aunque no siempre hayan salido a la luz: la última, en 2008, tuvo protagonistas completamente distintos, esta vez con sacerdotes griegos y armenios tirándose de los pelos en una ceremonia para conmemorar la crucifixión.

Con todo esto, solo hay una persona que sale perdiendo: el productor de Mediaset que no ha puesto una cámara en el claustro de la Iglesia para emitir lo que ocurre las 24 horas del día. Él y Jesús, claro. Pobrecitos.